Días antes de ir al Éxodo empecé a dudar. Quería ir de verdad? Me serviría? Me sentiría cómodo?. Todas estas dudas surgieron en el calor de mi hogar, en el abrigo que tuve que abandonar. Al final partí hacia lo desconocido, con gente conocida y con gente por conocer.
Es hermoso lo que hace este movimiento, caza un puñado de muchachos, quizás con ideas claras, quizás sin tener un rábano de idea, y los mezcla, crea una suerte de foro en el que todos comparten y se parten la cabeza pensando.
Seguramente fue por eso que tire la bolsa de agua caliente, me calcé la mochila, y arranque para acá, para la meseta.
Quería compartir mi don, mi postura, sin importar las diferencias; quería que otros muchachos escucharan lo que tengo para decir; salir beneficiado, lleno.
También quería respirar y ver árboles, llenarme las manos de tierra y bañarme con rocío, dejar por un momento la vía rápida y caminar, caminar sabiendo que puedo, que puedo llegar.
Y por último, quería tener un mano a mano con Mi dios, cambiando el facón por palabras y la rabia por paciencia y alegría; quería enfrentarme a su puño y a sus piedras; cargar la mochila que él llena para enseñarnos y que amablemente vacía para tranquilizarnos.
Y saben que muchachada? Se cumplió, se cumplió tanto que llore como un condenado de alegría y mi corazón reventó en una fogonada para brindarme la energía que me hace seguir.
Así que compartí, luche, me levante, y camine hacia ese objetivo, llevándome un pensamiento de los más importante para mí: el Éxodo no es una actividad que termina hoy, sino un en la que seguimos, solos y acompañados, toda nuestra vida.